EL VENDEDOR DE CHURROS
Los colores del verano se van opacando.
La arena está caliente. Los pies desnudos de Joaquín van a los saltitos, apenas
pisando. Carga la canasta llena de churros, tapados con un trozo de tela
impecable. Corre hacia las carpas, tiene clientes fijos que todos los días le
compran una docena o más. Esta temporada ha sido buena.
El chico es inconfundible: un mechón de
pelo rubio, amarillo del sol, le cae sobre la frente, la remera roja, un poco
grande para el cuerpo muy delgado de adolescente y las bermudas oscuras.
Conversa un poco con el guardavidas antes de vocear la mercadería. “Sabrosos
los churros calentitooosss”. “Vamos que se acaban” “Churrooooss”. Debe volver a
casa con la cesta vacía y esperar, mientras toma un vaso de leche, que la madre
fría otra tanda para volver a salir. Hay que aprovechar los días largos. De
mañana juega un rato a la pelota con un grupo de amigos. Luego le gusta
sentarse en una piedra a mirar el mar. No sabe por qué le gusta tanto, lo
tendría que odiar pero no puede. Fue allí donde se hundió el pesquero en el que
iba su papá. Dejó sola a su mamá con tres hijos. Joaquín es el mayor y se
siente el hombre de la casa. Cuida a sus hermanos mientras la madre trabaja en
dos casas del barrio.
Ya
está terminando de vender la segunda canasta. Casi queda tiempo para una
tercera. Vuelve contento. Ve un grupo de chicos que no conoce. Se le acercan
corriendo, lo rodean, le pegan, lo tiran
al suelo y le hurgan los bolsillos quitándole todo el dinero. Había oído hablar
de los robos piraña pero nunca pensó que le iba a pasar.
Se incorpora, se sacude la ropa y camina
muy despacio. Los pies de Joaquín dejan surcos en la arena.
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