Sabíamos muy poco de su vida. Se hacía llamar Lito. Para todos yo soy El Maestro. Los de la barra dicen que hablo bien. Lo veía en la cancha cuando All Boys jugaba de local, en el mismo lugar, detrás del arco visitante. Venía vestido, invariablemente, con el mismo jean, una remera
desteñida y sobre
los hombros la bandera negra y blanca. Cuando hacía frío se ponía un buzo gris. Decía que trabajaba en la construcción. No le creí, tenía las manos de
un oficinista. Un día contó que tenía una pareja, la Betty. Cuando le preguntamos dónde
vivía, contestó: “Acá en
Floresta, cerquita”. Pero varias veces lo vimos a unas cuantas cuadras esperando un colectivo, el mismo que paraba
enfrente del club. Siempre
pensé que algo escondía. Empezó a cambiar desde que en la tribuna, muy cerca
nuestro,
apareció una rubia de muy
buen cuerpo, una potra.
Lito no le sacaba los ojos del
escote. Dejó de entusiasmarse
con las jugadas peligrosas, no le gritó más al arquero, no se volvió a acordar de la
madre o la hermana del árbitro, festejaba los goles con poco entusiasmo y ni siquiera cantaba. A veces lo codeábamos para
que mirara lo que estaba pasando. Tiene unas tetas descomunales, de película, dijo un día, con la voz ronca. Juan agregó, de película no, de siliconas. Lo miró con odio y siguió: en
cualquier momento me le
acerco y algo le digo.
No hay que hacerse
ilusiones, comenté, viene por algún jugador,
minas como ésa no son
para uno. Ya me le voy a arrimar, vas a ver, me desafió. Si transamos me voy con ella y dejo a la
Betty.
Pasaron varias fechas, nada cambió. Supimos por uno
de la Peste Blanca, el nombre de la chica,
Leticia. Lito seguía obsesionado, creo que venía
sólo para verla. No le
interesaban más los resultados ni las apuestas ni la cerveza que
tomábamos al salir. Un día se animó. Recuerdo que jugábamos con Olimpo,
estábamos cero a cero.
Faltarían quince minutos para que terminara. No aguantó. Se mandó y la encaró. No pudimos oír lo que
hablaban. Lito se fue y la rubia se quedó con una sonrisa
burlona.
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