Recorrí con la vista los estantes atiborrados de la biblioteca de mi pueblo. Mi mirada se detuvo en “Cien sonetos de amor” de Neruda. Lo tomé y me senté en una de las sillas más apartadas. Leí varias páginas. Disfruté la magia de esos versos. Me quedé un rato pensando. Di vuelta la hoja y no pude continuar con la lectura. Allí, descubrí una pluma blanca, tímida y recatada. La apoyé en la palma de mi mano, pasé el dedo índice por el astil y soplé las barbillas. Nombres de pájaros pasaron por mi mente. Quién la habría puesto allí. Dónde la habría encontrado.
Volví a soplarla, entonces de ella nacieron muchas plumas que cubrieron mi cuerpo invitándome al vuelo. Sentí la sensación de la libertad ilimitada. Mientras me elevaba no sabía si era cóndor o paloma, gaviota o gorrión, águila o colibrí, pero poco me importaba mi identidad. Solo deseaba contemplar la inmensidad.
Volaba y volaba y mi danza era azul y luminosa. De pronto el plumaje se desprendió lentamente dispersándose en el vacío. Había llegado al lugar de destino. Debía colgar las alas. Todo había sido fugaz.
Retomé la lectura. Los versos que seguían no me causaron sorpresa.
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