Estaba, como casi todos los crepúsculos de la tarde, echado de espaldas mirando el cielo. Había salido de su ranuramisterio. Le decían el contador de estrellas, no porque las numerara sino por sus relatos. De cada una sabía algo, y mucho de los planetas; aquellos que los humanos con sus sofisticados aparatos no conocían aún. Pero él sí, porque los había visitado. Podía divisar a simple vista astros que otros ojos no lograban distinguir.
Todo se lo debía a la diosa Aslei; ella le había posibilitado la entrada a la puertauniverso y en un itinerarioluz con algo de ritual había llegado a Siku. Fue la primera de una serie de visitas cósmicas en la búsqueda de un caminogeografía de la lucha y de la fe. Luego se dirigió a ése que denominó Log, con su fuegoabrazo de magma o infierno. Allí no mitigó su desasosiego, lo acrecentó. En su quimera viajó a Kcor, el planeta de la sacralidad y del dogma extraño que no supo descifrar. Sus habitantes parecían condenados sin remedio. Llegó a uno que no pudo bautizar porque en ese páramo sintió nostalgias de la nada. También fue a Jorel, lugar sin tiempo ni medida, no pudo soportarlo. Más tarde se encontró en Tel, allí aprendió que todo lo que acontece es cíclico y, entonces, pisó el borde de la inmemoria. No hace mucho regresó de su peregrinaje de mil años y no sabe precisar si el pulsotestigo o un temblorlejanía lo orientaron en un laberinto donde al salir puso proa hacia un pueblobrújula. Creyó que era su sitio, pero no, era el territorio de la duda.
Y así está de nuevo, cara al cielo, acaso a la espera del rescate. Ahora, utopía y desencanto, mito y recuerdo, epopeya y delirio se alternan en su hipótesis del elogio a la esperanza.
Ha comenzado el crepúsculo matutino con su color ámbar húmedo y tibio. Él lentamente se esfuma, desaparece, quizás regrese a la hendedura profunda de su ser o se eleve en un vuelo surrealista de pájarosbarrilete.
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