Tenía cinco años, esperaba con papá el
tranvía. Y, cuando aparecía, extendía el bracito diciendo ¡Pare! Íbamos desde
la Agronomía hasta Belgrano, a la casa de la nona.
Me sentaba en los asientos duros, de
madera, con las piernitas colgando mientras observaba con curiosidad el
uniforme del guarda y los carteles de las publicidades. Las imágenes se me
agolpaban, las de afuera y las de adentro. El traqueteo me divertía y, si ocupábamos
el asiento trasero, me gustaba mirar los rieles que se perdían lejos. Sentía el
viaje como un premio, como un juego maravilloso.
Llegábamos al caserón, papá me alzaba
para que alcanzara el llamador, manito de bronce y golpeaba. Desde el fondo de
la galería asomaba la abuela. Ojos azules, pollera larga y cabellos blancos
como la nieve de las colinas de su pueblo natal. Entrábamos, la abrazaba, le
daba un beso y me distanciaba corriendo hasta el fondo donde estaba la cocina
en la que la nona había estado amasando las pastas tradicionales y fritando las
masitas que luego bañaría con miel. El olorcito de la salsa me embriagaba. Esa
vez nos acompañaba mi prima Stella, de mi misma edad. Luego de los saludos a la
tía Margarita, corrimos al jardín. Jugamos como siempre con las piedritas que
dividían los canteros, haciendo caminitos hasta la casita del duende, hasta el
castillo, hasta el lago, inventando historias Pero comenzó a llover. Nos
llamaron a almorzar y luego la tía nos trajo unos dados para jugar en la mesa.
Estábamos muy entretenidas tirando y contando los puntitos blancos cuando
escuchamos” ¡vengan, vengan a ver, salió el arco iris”. Salinos a la galería. Asombradas,
hacíamos muchas preguntas. Y llegó la hora de regresar. Stella esperaba que la
vinieran a buscar. Los juegos habían quedado interrumpidos.
Y, nuevamente, el disfrute del tranvía.
Sonreía cuando asomaba con su amarillo imponente. Subía y me ubicaba cuidando
el vestidito que acomodaba con precoz coquetería. Ponía en alerta todos los sentidos.
El campanilleo y el chirrido de los frenos eran una música. Sentía en la cara, la caricia de la brisa
perfumada de jazmines y madreselvas, que
entraba por las ventanillas. Nuevamente el cielo se oscureció y una lluvia
fuerte cayó por unos minutos. El viento barrió las nubes, salió el sol y
descubrió colores en el cielo. Alguien dijo: “después de la tormenta siempre
hay un arco iris”.
Lo observé y ví que nacía, se elevaba y caía.
Papá me dijo que veíamos solo la mitad. Lo imaginé buscando, cavando, para
mostrar la otra parte. Cerré los ojos y
sentí que por un rayo de sol, viajaba hacia los colores.
1 comentario:
Hermosa y dulce narración !.Cuántos recuerdos vienen a la mente después de leerlo !.
Como siempre felicitaciones y un gran abrazo !.
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