Elegí un departamento pequeño con grandes ventanales. Este edificio, ubicado en una cortada del barrio de Flores, tiene tres por piso. En la inmobiliaria, me había enterado que compartiría el segundo con una señora que vivía sola en el C. El B está desocupado, por suerte, ya que es el contiguo al mío. La cuadra, tranquila. Sólo llega muy lejana la polifonía de la avenida con sus frenadas, gritos, bocinazos, sirenas. No me gusta mudarme, cuando lo hago siento nostalgias de todo lo que me ha rodeado en la casa anterior. Cada vez que cambié de vivienda elaboré un duelo diferente. Pero pensándolo bien, el hecho de alquilar me da cierta independencia, el día que no esté a gusto puedo irme y afrontar la adaptación al nuevo lugar.
En el medio ambiente organicé mi espacio para escribir. La computadora a la izquierda; la mesa, fiel compañera de  muchos años, debajo de la ventana; y, en tres estantes de desigual longitud y  espacio, las carpetas, papeles, borradores, portalápices y un florero  transparente y pequeñísimo. En la pared celeste suave, tres reproducciones, una de  Utrillo, otra de Cézanne, y Mujer con corbata de Modigliani. Me gustó, finalmente terminaría la novela policial que había comenzado varios meses atrás  para luego retomar las poesías. No sé por qué pasan tantos días sin que alguna idea  fluya a mi mente.
Al principio, deduje que me había afectado la separación de Luis. Hacía siete años que éramos pareja.  No convivimos  pero compartimos infinidad de placeres y algunos displaceres. Si bien fui yo quien decidió la ruptura,  no estaba segura si eso había sido lo mejor. Las dudas, la desconfianza,  los miedos con sus sonoros alertas desgastaron el amor y concluí que  la  relación había llegado a su fin. Según dice Alba, mi compañera de trabajo, Vos nunca le cerraste la puerta, la  dejaste entreabierta y él empuja y entra. Tal vez tenga razón. Cada tanto, Luis,  me habla por teléfono, deja cartitas en el buzón, me envía mensajes por  e-mail reafirmándome su amor incondicional. Cuando en alguna ocasión me visita,  yo reitero mi posición y todo sigue igual. El “no” que pronuncio  debe  sonar  redondo y suave en lugar de rotundo y categórico.
Mi soledad al inicio, fue punzante y aguda, para convertirse, poco a poco, en una herida silente y brumosa. Cada día  cuando regreso de la oficina, Rosalía, mi vecina, escucha el ascensor y abre la puerta. Aunque no la vea, lo sé por el tintineo metálico del llamador de ángeles. Con su voz aflautada, me arroja como tejos algunas frases: ¡qué  día! ¿ va a escribir?¿cómo está? ¡qué frío hace! Yo respondo con algunos  monosílabos lacónicos. Hace tiempo que me aíslo y no deseo agregar a nadie a mi  patrimonio de amigos y conocidos.
 Cuando habían transcurrido dos meses desde que vivía aquí, una tarde, Rosalía  me esperó para decirme, Se alquiló el B, viene el maestro, lo conozco, vive  en el barrio a unas seis cuadras. Por primera vez la hice pasar y, mientras  preparaba dos tazas de té con miel y canela, supe que el maestro se llama Emilio,  un profesor de violín, de mediana edad, no se le conoce mujer y se gana la  vida dando clases y participando en conciertos como integrante de un cuarteto  de cuerdas.
El domingo siguiente, por la mañana, me sobresaltaron los ruidos de cosas arrojadas al piso, chirridos de muebles que se  corrían, voces masculinas. Duró poco. Más tarde, el golpeteo de un martillo, la percusión de vajilla que se acomoda. El profesor había llegado. 
A la tarde lo crucé en el palier, me tendió la mano y se presentó. Me sorprendió la candidez de su mirada. De  estatura regular, vestido con traje oscuro. Una incipiente calva y los cabellos ensortijados y negros le daban un aspecto desaliñado. Soy Emilio, su  nuevo vecino, espero que tengamos una buena convivencia. Me sonó  muy formal  pero me gustó su cálida voz grave. Al anochecer cuando regresé, sentí desde el ascensor el sonido de su  violín. Entré sigilosamente y me senté en el sillón que está en la pared que da a  su departamento para oír mejor. Era Bach. Me multiplicó el alma.
Con el transcurso de los días pude darme cuenta que tenía varios alumnos. Tomé la costumbre de poner mi oreja de  manera que las melodías me llegaran mejor. Cada noche, el profesor se dedicaba a  un músico diferente, Vivaldi, Mozart, otros que no identificaba y, al  finalizar, algún tema popular y romántico. La música no sólo estaba en las notas,  también en los silencios. Un jueves, cuando volvía del trabajo, la vi parada  delante de la puerta del B; había apoyado el violín en la punta del pie derecho y  sus manos, una sobre otra, descansaban en la parte superior de la caja,  encorvando el cuerpo. Vestía un largo tapado negro. Tenía nariz respingada, una  boca dócil y ojos claros. Largos cabellos rubios caían sobre sus hombros. El rostro  me recordó a una mujer de Botticelli. Sin dudas era una alumna. Entré,  escuché notas de estudios y mucha práctica de técnica. La seguí viendo  regularmente los lunes y los jueves. 
Un sábado, Emilio, me invitó a un concierto. El cuarteto era excepcional y la elección del repertorio, muy acertada. Al  salir, la descubrí. La alumna rubia estaba sentada en la última fila. Al día  siguiente pensaba felicitarlo cuando sentí ruido como de muebles que se cambian de  sitio. Se muda, me dije. A los pocos minutos golpeó a mi puerta. Buenos días,  señora, disculpe las molestias, pero hoy viene un chelo a ensayar y, como tengo  poco espacio, debí correr la mesa. Yo lo quería felicitar por lo de ayer.  Gracias, usted, también se dedica al arte, sé que escribe, algún día le haré leer algunas cositas mías y me gustaría hacer lo mismo con lo suyo. No  faltará oportunidad.
Sin más entorné la puerta, el maestro me perturbaba. De a poco comenzó a intrigarme la relación con la rubia. Por  mi vecina supe su nombre, Sonia. Rosalía decía que, entre ella y el  profesor había algo más. Un día me descubrí pegada a la pared, tratando de escuchar.  Los lunes y los jueves había menos música, nada, diría; sólo palabras y mucho  silencio que mi imaginación llenaba con besos, abrazos caricias y uniones. Un  jueves la vi salir con tres rosas blancas y recordé a Luis, solía regalarme esas  flores. En ese instante, mi soledad se transformó en una cálida urgencia. Pensé  que hubiera sido mejor aceptarlo como era, antes de este vacío, como un  agujero, por donde me iba pasando la vida. 
Hace pocos días, Emilio, me alcanzó un cuaderno azul. Aquí escribo frases, cada día, sobre lo que siento, creo  que no tienen ningún valor literario. 
Después de cenar retiré el plato, no tenía ganas de lavarlo y, sobre el mantel  individual, comencé a penetrar  en esa intimidad que tanto me fascinaba. En la primera hoja, una fecha bastante reciente y  una oración: Todos los poros de mi piel se van tras sus pasos. Otro día  y…Este amor me hizo romper todas las brújulas. ¿Por qué debemos ocultar algo tan  hermoso? Por los senderos del cuerpo he llegado a tu esencia. Hacía tanto tiempo  que la felicidad  no me dolía. Soy y existo cuando te tengo en mis brazos. 
Siempre disfruté de las palabras. Me permití el placer de releerlas en voz alta. Me sonaron tibias y distantes porque  eran de otros. Cuando me acosté, aún sentía en mi interior como vibraciones  de una cítara o de un arpa. Hubiera sido muy feliz si alguien me hubiese  escrito esas cosas. Bueno, Luis sabía hablarme lindo.
Hacia el fin de esa semana el profesor vino a mi departamento para avisarme que se iba a pasar unos días, poquitos, a  una isla en el Delta y agregó: Sabe, parece que la vida me concede una  tregua de felicidad. Que lo pase muy bien, le dije. Me estremecí por un  sentimiento que no quería pero era… envidia. Me quedé pensando en escapadas de amantes,  en pasiones desenfrenadas, en el valor intemporal de los encuentros.
Era ayer a la mañana. Estábamos tomando una taza de café con Luis, luego de abrir del todo mi puerta, con ese  picaporte que da paso a una nueva oportunidad. Tenía el cuerpo ardiente y esa  sensación de plenitud que sobreviene después del goce y de la entrega. Sentí que mi  vecina me llamaba. Abrí y no pude entender lo que me gritaba, veía sus labios  como bordes de un agujero gelatinoso. Escuché sólo tres palabras  entrecortadas y lacerantes. Ésas que no hubiera querido oír, ésas que no disfruto. Dos…accidente…muertos.
  Mientras estrecho muy fuerte la mano de Luis, me imagino frente a dos ataúdes. Sobre uno, el violín. Sobre el otro,  tres rosas blancas. Viene a mi mente el Quinto Canto del Infierno de la  Divina Comedia en el que Francesca y Paolo, vuelan como palomas y despiertan la  piedad de Dante con la narración de su irresistible amor, trascendente y  prohibido, que nada ni nadie pudo destruir.


1 comentario:
Bello, muy bello. Felicitaciones.
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