Está ahí, contra la pared, ya no pienso por qué no la vendí o no la regalé. Me lo pregunté muchísimas veces sin encontrar la respuesta justa. Hoy creo que la tengo.
El primer recuerdo de ella es de hace tiempo. Tendría yo cuatro o cinco años. Me sentaba debajo cuando comenzaban las discusiones entre tía Antonia y su hermano Juan. No salía de mi escondite hasta que el silencio ganaba la casa. Por las mañanas tomaba mi taza de leche con alguna rebanada de pan, jugaba con las miguitas que quedaban sobre el mantel blanco bordado en punto cruz, pasaba mi dedito por esos relieves coloridos de las flores que, con el tiempo y los lavados, fueron empalideciendo. También la tela se llenó de zurcidos como mi corazón.
Mi corazón se rompió feo cuando papá me abandonó y mamá fue a trabajar a otra ciudad y me dejó al cuidado de su hermana. Me parece que todavía escucho a mi tía como cuando regresaba de la escuela. Julia, poné la mesa. Julia, pasá un trapo con jabón a la mesa que está sucia. Julia, sacá las tazas de la mesa.
Esa mesa, rectangular y de madera rústica sin lustrar, con cuatro patas que con el tiempo se fueron aflojando. Me gustaba moverla porque hacía un ruidito simpático. Un día alguien las aseguró con unos clavos enormes. Le debe haber dolido porque en un extremo se abrió un poco, se agrietó como una herida. Como la de mi alma.
La mesa reinaba en el centro de la enorme cocina. Sobre ella se comía, se planchaba, se cortaban las telas, se leía el diario y tío Juan jugaba a los naipes con sus amigotes. Era lo único que le gustaba hacer, de trabajo mejor ni le hablaran. Cuando la partida terminaba, quedaban estampados círculos rojos y también varias gotas del vino que bebían casi sin parar. Alguna mañana encontraba a un hombre dormido sobre ella. Yo debía fregarla con un cepillo y lavandina para quitar las huellas de la vergüenza.
Pasaron los años, el mantel envejeció demasiado y hubo que tirarlo. Eran tiempos difíciles y no se pudo comprar otro. Quedó desnuda mostrando unas grandes manchas oscuras, amarronadas, que la madera no había podido absorber del todo. Siempre me habían intrigado, me producían una rara sensación. Hasta que lo supe. En una pelea, después de jugar varias horas a las cartas, mi tío le había clavado un cuchillo a Adolfo que cayó sobre la mesa, dejando allí la sangre que se le escapó junto con la vida. Dicen que Juan huyó y nunca se supo de él.
A causa de una enfermedad que la mantuvo postrada mucho tiempo, mi tía murió. Estuve siempre a su lado. A veces, me pedía que la llevara hasta la cocina y se pasaba largas horas haciendo crucigramas sobre la mesa.
Cuando cumplí cuarenta y tres años entré en la fábrica. Decidí que todas las quincenas apartaría algunos pesos para comprar una mesa de fórmica que veía en la mueblería cuando iba al trabajo. Luciría en el centro de la cocina y, si podía, también compraría cuatro sillas. Tuve varios gastos imprevistos y mi proyecto se demoró, pero finalmente lo logré. No podía creer cuando la vi en casa, nueva y brillante. Coloqué la otra contra la pared y dije que la vendería o la regalaría. Pasaron algunos años y las dos se disputaban el protagonismo. Una me despertaba alegría y, la otra, recuerdos tristes, pero la vieja parecía no querer abandonarme o yo no podía desprenderme de ella. No sabía el por qué.
Hace unos meses algo inesperado puso encanto a mis días. Osvaldo, el dueño de la bicicletería, con quien mantenía largas charlas cuando llevaba a repara mi bici, me invitó a cenar. A partir de entonces establecimos una hermosa relación. No me parece verdad que me esté sucediendo esto tan lindo. Pasamos momentos muy felices y apasionados. Sus caricias me encienden y cuando dice palabras tiernas parece que se arrepiente, debe pensar que no son cosas de un hombre grande. Compartimos los mismos gustos por la lectura, la música y por los goces de la intimidad. Me cambió la vida. A él también se lo ve feliz.
Fue ayer, cuando vino a visitarme después de haber cerrado el negocio. Me disponía a cebarle unos mates, comenzó a besarme, me abrazó muy fuerte y, con mucha suavidad, me fue llevando hacia la vieja mesa. Mientras caminaba hacia atrás supe que mi fantasía inconfesable se convertiría en realidad. Ésa que tenía desde que vi una película. Me fue sacando la ropa y, mientras un placer intenso se adueñaba de los cuerpos, entendí por qué la mesa se había quedado aquí.
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2 comentarios:
Que lujo tenerte entre nosotras Enry.Leo todos y cada uno de tus trabajos y ya tengo mis preferidos.
Abrazos.
Gracias, Norma, pero el lujo es poder compartir mis textos con vos y con todos los que te acompañan. Otra integrante, Nora Coria, nos visitó en los Viernes Literarios fue una alegría, pudimos conocerla y disfrutar de uno de sus cuentos.
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